14 de marzo de 2010

Paradoja de Jevons


Las paradojas son fascinantes porque rompen las trayectorias tranquilizadoras del sentido común. El sentido común es un camino confortable que no le gusta verse perturbado por las interpretaciones contradictorias o simplemente paralelas de la realidad. Ideologías y sentido común se requieren mutuamente y van de la mano para ocultar aquello que algunos no quieren mostrar. Las ideologías exitosas utilizan al sentido común en sus estrategias de ocultación.

La ideología del desarrollo sostenible se basa en la idea de que lo mismo que se hace ahora con enormes costos ecológicos se puede hacer de manera “ecoeficente”, es decir, reduciendo los inputs energéticos por unidad producida. Eso, efectivamente, puede lograrse y de hecho, según Latouche, la intensidad energética para producir un euro de PIB disminuye de media un 0,7 % por año en Europa desde 1991. Pero aquí interviene la paradoja, esta vez de la mano de William S. Jevons. A este economista marginalista inglés se le conoce, entre otras cosas, porque formuló la idea del “efecto rebote” que, posteriormente, ha sido denominada “la paradoja de Jevons”, basada en la observación del uso del carbón en las calderas de vapor en la Inglaterra de finales del siglo diecinueve. El perspicaz Jevons se dio cuenta de que aunque estas calderas iban consumiendo menos carbón, gracias a los perfeccionamientos técnicos, el consumo global de carbón iba aumentando por el incremento del número de calderas. Formulada de manera más general, el efecto rebote quiere decir que hay una tendencia al aumento del consumo relacionado con la reducción de los límites al uso de una tecnología, con lo cual lo que había ganado por un lado se pierde por el otro. Qué mala pata.

A la ideología del desarrollo sostenible le gustaría que Jevons no hubiera existido para poder seguir defendiendo toda la monocromía de sus fantasías: coches verdes, empresas verdes, economía verde…Pero Mr. Jevons les seguirá estropeando para siempre sus delirios “sostenibles”. El economista inglés era en sí mismo una paradoja: murió ahogado, a los 47 años, en la piscina de un balneario mientras buscaba curarse de una de sus múltiples dolencias.