23 de enero de 2010

Basura electrónica


La segunda ley de la ecología, según Barry Commoner, es que “todo debe ir a alguna parte. No hay "residuos" en la naturaleza y no hay un "afuera" adonde las cosas puedan ser arrojadas", ha sido seguramente una de las más ignoradas en la historia de la humanidad. Lo fue en tiempos de nuestros antepasados trogloditas y lo es en estos tiempos de la economía y sociedad del conocimiento, como gustan en llamarla ya casi todos. Los primeros tenían la ventaja de que sus restos orgánicos, físicos y químicos, individuales y colectivos, tenían un volumen y unos tiempos de producción lo suficientemente limitados y pausados como para que la madre tierra los absorbiera, en general, sin grandes dificultades. La economía industrial rompió la escala de producción de basuras y nos dejó este planeta contaminado y ya en muchos aspectos "indescontaminable". Sobre esa entropía sobrevivimos hoy.

Sin embargo, los ilusos y/o hipócritas hablan hoy de la economía “desmaterializada”; una nueva era en la que supuestamente se habría reducido sustancialmente nuestra dependencia de la materia y, por lo tanto, nuestra condena a generar basura. El código informático la habría sustituido y, junto con ella, a sus desagradables residuos. El mundo del chip quiere ser luminoso e inmaculado en comparación con la sucia economía industrial. Pero no es cierto. Tanto en las entradas como en las salidas del nuevo sistema tecnológico hace su aparición la contaminación y la basura. Las heces tecnológicas (chips, cables, pantallas, “ratones”, teléfonos móviles, etc.) y sus componentes continúan inundando al mundo.

Para no verlas y seguir con la ilusión de lo impoluto se envían a los países periféricos. La basura se exporta. Los países pobres aceptan la mierda tecnológica que de este modo sale del sistema dominante pero continúan en el sistema mundo. Allí, son parcialmente reciclados, extrayéndoles los metales preciosos que contienen sus componentes. Pero estos son, literalmente, regalos envenenados: las condiciones manuales de extracción de esta nueva riqueza tóxica son deplorables. Los recicladores arriesgan su vida y su salud para poner en circulación otra vez la máquina de producción de artilugios obsolescentes. La alegría de los defensores de la sostenibilidad debería aquí transformarse en una mueca de horror.