La ideología productivista es implacable: somete a la acción humana a los imperativos del gigantismo, del despilfarro y de la sinrazón. Una vez dentro de ella no cabe más que comportarse de acuerdo a sus exigencias y rigores. La locomotora de la producción y el consumo sólo se mueve hacia adelante, aunque lo más nítido que se vea en el horizonte sea el precipicio.
En Madrid, el desarrollismo de los años setenta dejó como herencia una autopista gigante, la M-30, que rasgaba el rostro de la ciudad. Parte de un cauce fluvial fue convertido en un curso asfaltado que ha visto pasar durante décadas gran parte de la producción contaminante de la industria nacional y extranjera de automóviles.
Durante años la idea de “soterrar la M.-30” estuvo sobre la mesa de las brillantes ideas municipales. Hace algo más de tres años comenzaron las obras. Todavía continúan. Se ha cumplido, efectivamente, el objetivo del soterramiento: se han metido, literalmente, bajo tierra, hierros y asfalto, la autopista y sus coches, el ruido y los humos. De paso, (¿de paso?) el megaproyecto, ha aportado la actividad necesaria para aumentar el PIB regional, el índice de empleo y enriquecer a las empresas constructoras, bajo la coartada del bienestar ciudadano.
Las máquinas térmicas han sido silenciadas por máquinas térmicas. Sobre la superficie reina el silencio o, más bien la sordina de los ruidos del fondo abisal del tráfico impune. Triunfo, por aclamación, de la razón ingenieril sobre sí misma: ha resuelto, por ahora, parte de los problemas que ella se había provocado. ¿No le llaman a eso sostenibilidad? Pero fracaso total de la razón urbanística y la razón ecológica pues, coincidiendo con la crisis económica y el desvío de fondos hacia otras actividades más rentables para el narcisismo de la autoridad edilicia, el espacio urbano y paisajístico que nos han entregado a los habitantes de Madrid es desolador. Kilómetros de polvorientos descampados, precariamente maquillados por manchas arboladas y puentes de dudoso gusto sin evidencias de que participen de un proyecto visual, urbanístico y estético con sentido. En medio, un río convertido aún más que antes, si cabe, en un canal de regadío escuálido y avergonzado.
El entierro de la M-30 ha sido realizado de espaldas a la participación y la innovación colectiva. Los ciudadanos han quedado literalmente en sus márgenes, físicos y sociales, observando la destrucción de sus espacios de tránsito y esparcimiento habituales, respirando durante años polvo y más polvo de las interminables “obras” ofrecidas en nombre del progreso y anestesiados por promesas cuya impudicia nace de la desmovilización y la amnesia colectiva.
Y, lo que pudo ser la gran intervención de mejoramiento de la calidad de vida de Madrid a comienzos del siglo veintiuno, ha sido sólo la inhumación, arrogante pero provisional, de uno de los cadáveres del productivismo y del gigantismo. Metáfora elocuente de lo único que éstos, a estas alturas de su delirio, pueden hacer sobre sí mismos: esconder los muertos de sus propios desastres. Pero los signos de la gran fosa común aparecen por todos lados: respiraderos, chimeneas, salidas de coches… imposibles de ocultar ni por la “alfombra verde” prometida ni por la alfombra ideológica construida a fuerza de propaganda e “información al ciudadano”. Sobre ese cementerio, y otros más, se construye la gloria del desarrollo. Sobre ellos habrá que construir la utopía decrecentista.
En Madrid, el desarrollismo de los años setenta dejó como herencia una autopista gigante, la M-30, que rasgaba el rostro de la ciudad. Parte de un cauce fluvial fue convertido en un curso asfaltado que ha visto pasar durante décadas gran parte de la producción contaminante de la industria nacional y extranjera de automóviles.
Durante años la idea de “soterrar la M.-30” estuvo sobre la mesa de las brillantes ideas municipales. Hace algo más de tres años comenzaron las obras. Todavía continúan. Se ha cumplido, efectivamente, el objetivo del soterramiento: se han metido, literalmente, bajo tierra, hierros y asfalto, la autopista y sus coches, el ruido y los humos. De paso, (¿de paso?) el megaproyecto, ha aportado la actividad necesaria para aumentar el PIB regional, el índice de empleo y enriquecer a las empresas constructoras, bajo la coartada del bienestar ciudadano.
Las máquinas térmicas han sido silenciadas por máquinas térmicas. Sobre la superficie reina el silencio o, más bien la sordina de los ruidos del fondo abisal del tráfico impune. Triunfo, por aclamación, de la razón ingenieril sobre sí misma: ha resuelto, por ahora, parte de los problemas que ella se había provocado. ¿No le llaman a eso sostenibilidad? Pero fracaso total de la razón urbanística y la razón ecológica pues, coincidiendo con la crisis económica y el desvío de fondos hacia otras actividades más rentables para el narcisismo de la autoridad edilicia, el espacio urbano y paisajístico que nos han entregado a los habitantes de Madrid es desolador. Kilómetros de polvorientos descampados, precariamente maquillados por manchas arboladas y puentes de dudoso gusto sin evidencias de que participen de un proyecto visual, urbanístico y estético con sentido. En medio, un río convertido aún más que antes, si cabe, en un canal de regadío escuálido y avergonzado.
El entierro de la M-30 ha sido realizado de espaldas a la participación y la innovación colectiva. Los ciudadanos han quedado literalmente en sus márgenes, físicos y sociales, observando la destrucción de sus espacios de tránsito y esparcimiento habituales, respirando durante años polvo y más polvo de las interminables “obras” ofrecidas en nombre del progreso y anestesiados por promesas cuya impudicia nace de la desmovilización y la amnesia colectiva.
Y, lo que pudo ser la gran intervención de mejoramiento de la calidad de vida de Madrid a comienzos del siglo veintiuno, ha sido sólo la inhumación, arrogante pero provisional, de uno de los cadáveres del productivismo y del gigantismo. Metáfora elocuente de lo único que éstos, a estas alturas de su delirio, pueden hacer sobre sí mismos: esconder los muertos de sus propios desastres. Pero los signos de la gran fosa común aparecen por todos lados: respiraderos, chimeneas, salidas de coches… imposibles de ocultar ni por la “alfombra verde” prometida ni por la alfombra ideológica construida a fuerza de propaganda e “información al ciudadano”. Sobre ese cementerio, y otros más, se construye la gloria del desarrollo. Sobre ellos habrá que construir la utopía decrecentista.
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